André Antoine recordaba, en 1903, que “la primera vez que dirigí una obra me di cuenta que el trabajo estaba dividido en dos partes bien distintas: una era muy tangible, es decir, encontrar la escenografía correcta para la acción y la manera apropiada de agrupar a los personajes; la otra era impalpable; esto es, la interpretación y la fluidez del diálogo”.
Ya en aquellos tiempos inaugurales en que la dirección teatral afirmaba su autonomía quedaba claro que, entregada al propósito de producir sentidos, la realización escénica requería el ordenamiento de determinados objetos y la participación creativa de ciertos sujetos, y que cada una de esas componentes reclamaba del director un tratamiento (es decir, una “tecnología”) diferente.
En la época de Antoine, el tradicional peso del autor dramático sobre la escena parecía absolver al director del problema de construir el sentido: las significaciones relevantes estaban ya en el texto mismo y la escenificación debía garantizar su transmisión transparente o propiciar su amplificación retórica. De este modo, la “tecnología de los signos” (para decirlo con una expresión de Foucault) desempeñaba apenas un papel secundario.
A lo largo de todo el siglo XX, la “tecnología de las cosas” (iluminación, sonidos, espacios escénicos…) no dejó de abrir horizontes de experimentación y de invención a los realizadores, mientras que la “tecnología de los hombres” (o del “gobierno de los hombres”) delimitó el territorio de búsquedas de los así llamados directores-pedagogos: Stanislavski, Copeau, Dullin, Grotowski, Barba… Y cabe afirmar que la tarea de estos maestros se cumplió siempre sobre el telón de fondo de sendas “teorías del sujeto”, explícitas en diversos grados.
Si, por ejemplo, Antoine confiaba en que una escena tridimensional, amueblada con objetos sólidos, imaginariamente cerrada en su flanco más vulnerable (la invisible “cuarta pared” ofrecida al público), habría de darle al actor todos los apoyos necesarios para un desempeño convincente e intenso en el escenario, era porque su adhesión al naturalismo decimonónico le había enseñado a explicar al individuo humano en la intersección de una herencia biológica y de un medio ambiente modeladores del organismo y de su historia. Más allá de esas determinaciones materiales, Antoine admitía que la subjetividad del actor era una “caja negra” inaccesible o un cuarto oscuro con cuyos ignotos ocupantes convenía tratar sólo desde el exterior. Dado que la interpretación actoral le era “impalpable”, confiesa: “encontré útil, de hecho indispensable, crear con cuidado la puesta en escena y el medio, sin preocuparme por lo que tenga que ocurrir con los actores en el escenario, ya que es el medio el que determina los movimientos de los personajes”.
Se trataba por lo tanto de construir un entorno concreto y tangible, colocar allí al actor auxiliado por un texto, habilitar todo su cuerpo (y no sólo su rostro) como territorio expresivo, y esperar de él comportamientos escénicos “naturales” y creíbles, liberados por fin de los clisés románticos que en aquella época habían encerrado al teatro francés en una grandilocuencia inverosímil.
Con Stanislavski se vería evolucionar ese ambiente material hacia unas “circunstancias dadas” más amplias, que incluirían no solo las cosas tangibles sino también esa ficción a la que las palabras prestan soporte, con lo que la “tecnología de los signos” empezaría a tener, para el director, al menos tanta importancia como la “tecnología de las cosas”. La actuación stanislavskiana –y la actuación realista, en general- serían entonces una “respuesta orgánica” ante unas “circunstancias dadas” bien construidas, dotadas de consistencia simbólica e imaginaria.
Esta preocupación stanislavskiana por los signos en tanto causas de las reacciones del actor en escena y no solamente como componentes de un “texto espectacular” que el público habrá de leer en algún momento, presagia de hecho la dimensión del significante, para decirlo en una jerga contemporánea. Casi imperceptiblemente, el actor naturalista concebido como organismo vivo iría cediendo su lugar a un actor pensado como cuerpo erógeno cuya carne se ofrendaba a la penetración ignífera o cortante de la literatura. Si leemos con cuidado las crónicas de Toporkov y los incontables apuntes de su maestro, veremos que el método de las acciones físicas presuponía no sólo un cuerpo biológico capaz de responder a los estímulos materiales o a los “actos de habla” de un interlocutor, sino que también se presiente allí un cuerpo sexuado apto para ser arrastrado por la palabra del dramaturgo o del director a una suerte de delirio amoroso cuyas vicisitudes coinciden con las de la transferencia psicoanalítica. Pero lo que inflama a ese cuerpo no es ya el signo (socialmente eficaz, consensuable y verificable) sino el significante, cuyas resonancias locamente privadas lo sustraen de toda ciencia empírica y de toda técnica positiva. Y era el lastre semántico –ese estigma indeleble de todo realismo- lo que impedía al signo transmutarse en significante puro.
Ahora bien, esa tarea liberadora le correspondería a Meyerhold, sin que éste llegara a desplegar, en el terreno de la dirección de actores, todas las consecuencias de sus innovaciones en el campo de la puesta en escena. El paso decisivo tendría lugar cuando el director de La muerte de Tintagiles proclame la necesidad de una “convención consciente” para interpretar la obra de Maurice Maeterlinck. Para ello sería preciso concebir un “diseño de los movimientos escénicos” que estuviese “fuera del sentimiento, al contrario del movimiento-ilustración”, un dibujo que permita al espectador “adivinar las emociones de los personajes (…) trabajando bajo dos impresiones: la visual y la auditiva, cada una siguiendo su propio ritmo, a veces sin coincidir”. Ese “teatro de la convención” meyerholdiano sometería “la interpretación del actor al ritmo de la dicción y de los movimientos plásticos, favoreciendo el renacimiento de la danza”, subordinando “el psicologismo al diseño” y aun a una escenografía que, desde la década de 1920, se convertiría en la “máquina de actuar” constructivista.
No obstante haber liberado el significante para una “tecnología de los signos” escénicos apropiada para responder a los desafíos de la dramaturgia simbolista, Meyerhold mantendría su “tecnología del gobierno de los hombres” un poco más acá del umbral marcado por la “caja negra” de la subjetividad actoral. Recordemos lo que apuntaba el director en 1922: “La naturaleza de un actor debe ser esencialmente apta para responder a la excitación de los reflejos. El que no posee esa aptitud no sabrá ser actor. Responder a los reflejos significa reproducir, con la ayuda de los movimientos, del sentimiento y de la palabra, una tarea propuesta desde el exterior.” Finalmente, “la interpretación del actor consiste en coordinar los modos de expresión así suscitados”.
Si bien Stanislavski había hecho posible el relevo del organismo pavloviano por el inquietante sujeto del inconsciente anunciado por Freud, con Meyerhold la “tecnología de los hombres” –y, consecuentemente, la técnica actoral- permanecerá atada a la reflexología , convocando al mismo tiempo a la danza, al “teatro de feria”, al arte de la marioneta y a las disciplinas orientales en la elaboración de un nuevo programa de enseñanza y de entrenamiento para el actor, proyecto en el que estarían prefiguradas todas la actuaciones antipsicologistas ( es decir, “fuera del sentimiento”, lejos del “movimiento-ilustración”, desprendidas de todo significado inequívocamente reconocible) del siglo XX, culminando en las sistematizaciones de Eugenio Barba. En efecto, el director del Odin Teatret reemplazaría a Pavlov por Laborit, a la reflexología por la biología del comportamiento (remozada mediante las “teorías de la complejidad” provistas por Jean-Marie Pradier), sin abandonar las garantías de las ciencias empíricas en su abordaje de la “tecnología de los hombres”. Dicho brevemente, sería más apropiado hablar de una biología del comportamiento escénico que de una “antropología teatral” en el momento de designar lo que Barba ha aportado a la técnica y a la pedagogía de la actuación contemporáneas.
Junto a esta línea de desarrollo que ha preconizado al sujeto biológico en el diseño de la técnica actoral, otra corriente ha venido atravesando las salas de ensayo y los escenarios, demorando su eficacia operativa en la medida en que se hacía cargo del actor como sujeto deseante, como individuo que cabalga precariamente sobre la desobediencia pulsional y sobre el des-decir del inconsciente. Esa mecha, encendida por los dadaístas de principios del siglo XX y avivada por las vanguardias de los años ’50 y ’60, conecta provisoriamente, en su otro extremo, con Pina Bausch. Es en el estudio de Wuppertal donde el sujeto freudiano encontraría la técnica actoral que le conviene, aliviada ya del mandato de la eficacia mensurable, aventurada a la negatividad de los tiempos muertos, del error, de la torpeza, del deseo antiproductivo, de la risa disolvente y de la muerte que ninguna disciplina del cuerpo puede conjurar. Esa técnica no restaura la “psicología del actor” como cantera de verosimilitud y de “vida” interpretativa (el psicoanálisis está en las antípodas de la psicología); esa “tecnología de los hombres” es, por el contrario, el soporte de un teatro “materialista”, pero de un teatro hecho de materia erógena, de sustancia somática a la vez trémula y precisa, expuesta al goce y a la muerte, habitada, consecuentemente, por una elocuencia que se ubica más allá de toda intención expresiva.
Para escenificar esos cuerpos hay, claro está, una técnica, pero no es la que administran las conciencias fáusticas, ese saber-hacer astutamente acondicionador de los sujetos para “una tarea propuesta desde el exterior”, sino que se asemeja al azaroso procedimiento de cazar a oscuras gatos negros que tal vez no existan.